El gran lago Titicaca, de aguas dulces, el más grande de Sudamérica, a cuatro mil metros de altura en el Altiplano, ubicado entre Bolivia y Perú, era para los Incas un lugar sagrado, pues creían que allí habían bajado los primeros hijos del sol.
Cuenta la leyenda que en esa meseta estaba construida una gran ciudad, tan rica y poderosa, que sus pobladores se creían que todo el mundo debía mostrar sumisión ante ellos.
Llegaron a ella un grupo de andrajosos indios a quienes despreciaron y pedían que se fueran.
Estos indios andrajosos les profetizaron la destrucción de la ciudad a causa de terremotos, el agua y el fuego. Los pobladores de la ciudad se burlaron de estas predicciones y los expulsaron a golpes.
Sin embargo, los sacerdotes quedaron preocupados. Algunos hasta se fueron de la ciudad y se radicaron en el templo de la colina.
La gente de la ciudad se burló también de ellos.
Llegó un día en que el cielo y la tierra se hallaron bañados por una luz roja que despedía una nube. Luego se escuchó un relámpago y un tremendo trueno, y la tierra se abrió. Quedaron edificios de piedra en pìe, pero comenzó a caer una lluvia roja, la tierra volvió a abrirse y uno a uno fueron cayendo las fuertes construcciones, los canales de riego se destruyeron, los ríos se desbordaron e inundaron lo poco que quedaba de la ciudad cuyos habitantes eran tan arrogantes y orgullosos.
Las aguas cubrieron todo, y desde ese momento se formó un gran lago sobre lo que fue la admirada y jactanciosa ciudad. Así se formó el Lago Titicaca. Sólo se salvaron los sacerdotes, pues ni el terremoto ni las aguas pudieron arrasar el Templo de la Colina, y quedó ese lugar como una isla, que hoy se llama Isla del Sol.
También se salvaron los indios harapientos que observaron preocupados, desde un lugar alto, la gran destrucción de la bella ciudad. De ellos nacieron los callawayas, que viven en el Altiplano y son los curanderos de grandes habilidades.
Leyendas tradicionales